Mil nacatamales son muchos, pero no demasiados para las manos de la bisabuela Matilde. Cada vez que envuelve y amarra uno de ellos con chagüite, aprieta también el nudo de su compromiso con la vida, con su familia, con una manera de hacer las cosas bien.
“Ahora es costumbre la masa molida cocinada –dice haciendo aletear sus manos desde el delantal bordado, blanco, impoluto- pero eso no le da el gusto, no es como antes”. Su hija Socorro, de sesenta años, asiente: “¡Para La Purísima hizo más de mil!”.
Socorro regenta un tramo en el mercado. Siete hijos, cinco varones y dos mujeres, se criaron gracias a su voluntad y a los aguacates, naranjas, papayas, limones ácidos, papas, etc. que a diario viajaban, y siguen haciéndolo, desde su casa a San Juan o hacia el mercado oriental.
Una de ellas, Marlén, la mira mientras habla. Ambas han recibido la capacitación para mujeres emprendedoras impartida por el centro Vega Baja, primero en la escuela Rubén Darío y luego en Camilo Ortega. “De una voz sale a otra voz –cita Marlén aludiendo a cómo conocieron los cursos a través de una conocida-. Nos vino a visitar en compañía de una muchacha que se presentó como trabajadora de la organización Andecu”. Marlén regenta la pulpería en cuyo patio conversamos. En la ventana del mostrador su hija Heyling, la cuarta de esta generación de mujeres voluntariosas y valientes, despacha al público.
“Madre -dice Marlén- sufrió mucho porque tuvo un esposo alcohólico. Pero con la ayuda de Dios, ahora tiene seis años de no tomar”.
“Gracias a Dios saqué adelante a mis hijos- prosigue Socorro–. Y ahora, con el curso, puedo tener más orden con mi negocio. Les agradezco a mis profesoras porque me ayudaron a entender la importancia de controlar el dinero, de saber, por ejemplo, cuánto es lo que gasto y cuánto es lo que gano”.
“Así es -interviene Marlén–. Yo antes hacía gastos que no anotaba, y cuando faltaba el dinero siempre andaba preguntándome: ¿en que lo gasté? Cuando comencé el curso mi esposo me preguntaba: ¿por qué anotas todo lo que nos comemos? Y yo le respondía: porque es dinero. Ahora él es el primero que ayuda. Él es ambulante de frutas y verduras y hoy tiene la satisfacción de poder ir con un carretón”.
No fue fácil. Marlén llevaba al curso a su pequeño Alexander – le daba cuadernitos, colores, etc.- Su hija se hacía cargo del negocio y en más de una ocasión, cuando ella salía de casa, su esposo entraba. “Pero valió la pena” – afirma con una sonrisa.
“Mi marido no es de apoyarme mucho, pero tampoco me detiene cuando quiero hacer algo que sé que me conviene – interviene Socorro con complicidad-. Ahora que recibí el curso, trato de aconsejarlo en algunos temas de negocios y personales, pero es de mente cerrada -prosigue, provocando risas entre todas-. Algunas veces tuve que faltar a clases porque coincidían con las actividades de la Iglesia. Luego con mi hija me ponía al corriente con los temas de la clase que perdí, y las muchachas también me ayudaban con el repaso”.
Al grupo se une Marone, prima de Marlén, quien retira su silla para abrirle paso y toma de nuevo la palabra. “Las clases de autoestima fueron muy importantes para que pudiésemos tener cambios verdaderamente positivos. Yo pasé situaciones difíciles en mi vida, una hija enferma que se me fue al Cielo, y solo el apoyo de mi familia y las ganas de querer salir adelante me han hecho ver la vida mejor. Este curso me ayudó bastante, ahora quiero transmitir lo aprendido a mi esposo, hijos y hasta a mis clientes”.
El sol va subiendo sobre la carretera que se eleva a pocos metros de la pequeña pulpería. De vez en cuando, Heyling lleva tortillas recién hechas a algún vehículo que se detiene, mientras la conversación prosigue animada, a ratos racheada por el zumbido de los carros que pasan en dirección a la Concha, o en sentido inverso. O por la voz queda de los clientes que se acercan al mostrador, que miran curiosos al grupo sentado en tertulia. A la sombra, en el amplio patio cubierto, se está fresco.
“Con el tiempo –dice Marlén- quisiera poner un anexo de repostería, para servir café y algún delicioso extra. Ahora quiero aprender costura”. Planes, sueños, fe, voluntad. Socorro se decanta por continuar con un curso de cocina, y su sobrina Marone se anima: “A mí también me gustaría”- dice con timidez cambiando de postura a su hijo en los brazos-.
Quieren aprender la cocina típica, criolla, la riquísima albóndiga de gallina de la matriarca de la familia, la bisabuela Matilde, que las mira meneando la cabeza con un gesto entre burlón y reprobatorio. “¡Tal vez si en su día me hubieran tomado en cuenta!” -exclama alzando las manos desde el delantal-.
Y es que conseguir amarrar mil nacatamales requiere control y meditación, y haber descubierto el secreto de la calma, que es la antesala de la sabiduría.
Pepe Yáñez
Voluntario de Prodean en terreno.
«PROYECTO DIRIAMBA- NICARAGUA»: formación para el empleo de mujeres con escasos recursos.